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30 de abril de 2013

Luces

No abrió los ojos. Buscó a tientas el despertador en la mesilla y lo apagó a manotazos. Siguió palpando y encontró, como todas las mañanas, el interruptor de la lamparita de noche y lo pulsó. Notó, a través de los párpados cerrados, que la tenue luz anaranjada llenaba la habitación y se sintió reconfortada y segura. Abrió los ojos. A sus pies, su gata, vieja y rechoncha, pero con un pelaje gris azulado todavía suave y brillante, dormía hecha un ovillo. La tranquilizaba verla dormir con aquella placidez, dejando escapar de vez en cuando un ligero ronquido. «Si hubiera algo, ella lo notaría», se decía a sí misma.



Recordaba con precisión exacta el momento en que había empezado aquella locura, de la manera más inocente, como suelen empezar estas cosas. Dos cafés, dos amigas, un montón de cigarrillos, una conversación en una hora libre en la cafetería de la facultad. «Es mi peor miedo», había dicho Laura, «encender la luz y encontrarme a alguien justo delante de mí». Lucía se había reído. «¡Qué ridiculez de miedo!», había pensado, pero lo único que había dicho era que el suyo era el dolor, y la conversación derivó hacia la muerte, los hospitales, la pérdida de seres queridos. No volvió a dedicarle a aquello ni un solo pensamiento en todo el día y, sin embargo, cuando la puerta del ascensor se abrió a su rellano, a oscuras, se descubrió, sorprendida, esperando, deseando que no hubiera nadie tras ella. Se rió de su propia estupidez, pero se apresuró a entrar en casa antes de que se apagase la luz automática del descansillo.

Encendió el interruptor del pasillo y retrocedió un paso para apagar el del dormitorio antes de dirigirse a la cocina a prepararse el desayuno. Todavía faltaba una hora para que empezase a entrar luz por las ventanas. Cargó la cafetera y metió dos rebanadas de pan de molde en el tostador.

La cosa había ido a peor. Empezó a acostumbrarse a encender la bombilla de la puerta de casa para no tener que salir a la oscuridad total del rellano. La abochornaban aquellas carreritas desde el interruptor hasta la puerta de casa para apagar la luz y pasar la llave antes de que se abriese el ascensor, pero había llegado a un punto en que era incapaz de contenerse. En más de alguna ocasión el ascensor se había detenido en su planta con algún vecino dentro y la había pillado todavía a medio camino. «Me había olvidado de cerrar» o «He salido sin el paraguas», se excusaba.

Se dio una ducha rápida, estiró la ropa de la cama aprisa y corriendo, y se maquilló. Tenía una reunión importante a media mañana y decidió ponerse su perfume favorito. Había empezado a usarlo cuando la contrataron en el bufete. Siempre le había gustado, pero era demasiado caro para su exiguo sueldo de becaria, y con su primera nómina de abogada se había regalado el frasco más grande que tenían en la perfumería.

Fue por aquella época, en la que por fin se mudó a un apartamento propio, cuando empezó a verlos... o a creer que los veía. La primera vez fue de madrugada. La había despertado la vejiga y se había levantado de la cama casi dormida. Descalza y a tientas, medio sonámbula, arrastró los pies hasta el baño y al encender la luz vio unos ojos frente a los suyos. Unos ojos hundidos, amarillentos y apagados, con una mirada vacía que le heló la sangre. Fue apenas un instante, una fracción de segundo de horror y luego los ojos habían desaparecido, pero se sobresaltó tanto que se le escapó un grito y se golpeó un pie contra el marco de la puerta al dar un paso atrás instintivamente. Le resultó imposible volver a dormirse. Sabía que era absurdo, que no había nadie en la casa, pero recorrió todas las habitaciones, buscando por todos los rincones, encendiendo las luces a su paso y dejándolas encendidas. Se metió en la cama e intentó leer para alejar el miedo, pero tenía aquellos ojos grabados en las retinas.

Abrió un cajón de la cómoda tras otro, buscando el pañuelo de seda azul que se había comprado en un viaje de negocios a Japón. Hacía frío por las mañanas y tenía tendencia a coger catarros de garganta. No lo encontró, pero se dio cuenta de que apenas le quedaban bragas limpias y tomó nota mental de poner la lavadora antes de salir de casa. Se arrodilló para buscar el pañuelo debajo de la cama y dio un respingo al ver los ojos brillantes de su gata que la miraban desde la penumbra. «¡Casi me matas del susto, pitufa!» El pañuelo estaba allí. Lo recuperó de un tirón e, incorporándose, lo dejó sobre la cama y cogió del armario el traje sastre gris marengo y una camisa celeste.

Llegó a convencerse de que se había imaginado aquellos ojos. Una mala pasada del subconsciente, una intromisión del sueño en la vigilia. Aun así, a partir de entonces puso especial cuidado de no quedarse nunca a oscuras. Empezó a dejar la lamparita de noche encendida cuando se iba a la cama, pero la luz no la dejaba dormir. Lo intentó con un antifaz durante un tiempo, pero le molestaba y la claridad se filtraba a través de la tela, así que adoptó la técnica de buscar el interruptor a tientas por las mañanas.
Se avergonzaba de aquellas manías, especialmente cuando tenía invitados o se iba de viaje con alguien, pero el terror a la posibilidad de volver a ver aquellos ojos era más fuerte que la vergüenza. Y sin embargo, pese a todas sus precauciones algo acababa escapándose a su férreo control. Las luces automáticas eran su pesadilla: los garajes, los aseos en cafeterías y restaurantes, los pasillos de algún hotel… E, invariablemente, cuando volvía a hacerse la luz se encontraba aquellos ojos muertos frente a los suyos, como una aparición, como un relámpago fugaz y aterrador, para pararle el corazón durante un terrible instante interminable. Nadie sabía su secreto y se veía incapaz de confiárselo a nadie, pero había llegado a ocupar un espacio importante de su mente, a incorporarse en sus rutinas como una presencia constante, una espada de Damocles acechante y pavorosa.

Miró el reloj. Se le había hecho tardísimo. Se calzó a toda prisa y, a saltitos, con un zapato en un pie y el otro a medio poner, se acercó hasta el armario de la entrada para coger el bolso y el abrigo. A punto de salir, con las llaves del coche y de casa ya en la mano, se acordó de la lavadora. Entró en la cocina a toda prisa, metió la ropa en el tambor, cerró la puerta, llenó el cajetín con el detergente y el suavizante y pulsó el botón de encendido. El chasquido inconfundible de la general al saltar se escuchó al tiempo que la casa quedaba a oscuras. La invadió el pánico. Probó suerte con el interruptor de la cocina, pero el plafón no se encendió. Salió corriendo al pasillo y probó allí también. Nada. Llegó a hasta la entrada, pegándose a las paredes y tirando un cuadro al chocar contra él. Buscaba la caja de fusibles y entonces surgió una idea, luminosa, en el fondo de su mente: ¡la luz del rellano! Se abalanzó hacia la puerta de entrada y al abrirla la luz se encendió automáticamente. Aquella mirada gélida y vacía surgió ante ella en el mismo instante. Dejó escapar un grito. Los ojos seguían allí.

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